Revista
N.º 6 - ESPACIO DEL POETA
REVISTA
LITERARIA DE HABLA HISPANA
Mayo 2011
Ayer
Ayer
Los pájaros,
hoy las mariposas.
Mañana nosotros
¿Dónde despertaremos?
Etherline Mikeska - Neuquén - Argentina
LA FE
existiendo ¿Cómo vivir sin ella?. Era la
única ilusión que aún atesoraban.
La Fe mueve montañas convinieron todos; eso
dicen. Surgió un impulso colectivo, imprescindible. Como la montaña no había
ido hacia ellos, el tema pasaba por ir a buscarla.
Les resultaba inquietante la idea de
moverla, desplazarla hasta las propias ventanas de sus casas.
Emprendieron el camino con todas sus
fuerzas para llegar a su base, la
montaña no se movió del sitio. La cuestión les traía más problemas que
soluciones, era tan inamovible como inaccesible. Así fue como se les ocurrió
otra alternativa.
Tomaron lienzos blancos y pintaron sobre
ellos cientos de montañas, las pendieron prolijamente sobre las paredes de sus
habitaciones. Ahí estaba el símbolo muy pegado a ellos, muy ligado a sus sueños
de pertenencia.
Al
mañana siguiente se sorprendieron frente a las telas pintadas, tenían
fragmentos descoloridos y no estaban situados según las habían sujetado, unas
se inclinaban hacia la derecha, otras a la izquierda o derrumbadas sobre el
piso. Salieron a la calle y en cada casa había ocurrido lo mismo.
¿Por qué este remolino?
Fijaron sus ojos en la montaña que se alzaba
lejana como una mole de corazón duro. Vieron que tenía un cráter que la dividía
en dos y devoraba en su propio vientre a las rocas de sus laderas.
Seguramente cualquier persona que se
arriesgase a escalarla inexorablemente desaparecería tragado por ella.
Comenzaron las grandes dudas sobre la
Fe. La desolación, el hambre, la
muerte, los seguía angustiando cada día. El símbolo no daba respuesta alguna, y
dejaron de creer.
Al tiempo comprendieron que creyesen o no,
hay momentos, instantes tal vez que cada ser humano se enfrenta sí mismo, a su
desconsuelo o a su soledad, y halla dulce compañía en la Fe, último recurso que
queda.
MADRE
Artesana de vientos coloridos
tejedora de sueños e ilusiones
forjadora del alma y la conciencia
Victoria Gonzáles
Badani- Santiago- Chile
Artesanía
Un choclo en la mesa
desgrana
sus perlas
Ruedan
en un plato
como cuentas de rosario
Desafectada
una mano
decide
qué empanada
completa.
Ana Romano-Buenos
Aires-Argentina
Antonio
A D. Antonio Ruiz Soler,
español universal con un preludio de bulerías
Las pupilas
negras
mirándose el
alma
la cintura
estrecha
ceñida en la
faja
las venas azules
de fiebre
abrasadas
…¡Bailaba!…
y un milagro
alegre de bronce surgía
como la llama
viva del pelo a las plantas.
¡Palomas de
cobre,
viriles e
ingrávidas!
Un vuelo de
siglos
las manos levantan,
sobre el
arrebato del talle moreno
elástico y duro
como una azagaya.
…¡Bailaba!...
La luna quería
silenciosa y
pálida
quedarse dormida
sobre el pecho oscuro
pequeña y
redonda como una medalla
Las manos batían
el aire en las
palmas
y por las
veredas de sus huecos hondos,
el aire quemaba.
…¡Bailaba!...
El pámpano abría
su piel de
esmeralda
sobre el
alboroto de aquel pelo negro
y el enigma
oscuro de las cejas altas.
Lívida la luna,
caliente y
amarga
mordía celosa la
red de la parra
y bajo las rosas
de un carmen moreno
su sombra
abrazaba…
Báilame por
alegrías
Ese baile tan
bonito
Que tiene tu
Andalucía
Una corona de
España
Serrano yo te
daría
Viéndote bailar
por Caña
Maricruz Serrano Jiménez- Madrid- España
Romance
¡Oh pena de los
gitanos!
Pena limpia y
siempre sola.
Federico García Lorca
Pena en el lomo del río.
Espeso y negro su cauce.
Espera, como tu nido,
espera, como tu boca
nacida de verdes mares,
mojada de arenas rojas
Espérame en el deshielo
de las noches, de las notas
que llegaré yo a llevarte
lejos de la pena negra
lejos de la pena sola.
Diana Bravi Torras- Rosario- Argentina
Marzo 2011
La Pregunta
¿
Porqué me vienes con esa pregunta?
¿Acaso no tomo tu mano
entre las mías.?
¿No acaricio tu cabello con
dulzura?
¿No ves cómo
En tu rostro me deleito?
¿No
sientes el amor en mi mirada
o
la entrega
en el beso deseado.?
Entonces
Si afirmativamente la cabeza inclinas
Si tus ojos de alegría
brillan
Ya sabes la respuesta
Rafael Serrano Ruiz- Madrid –España
Ariadna
Ariadna resuma
delirio: cuerpo en desnudez, la cara y los cabellos en mezcla de
arena blanca, casi ceniza, abundante en Noxos.
-
Tu huida amanece en espuma por mi boca.
Abandonada
aquí, aún no te olvido. No tuvimos futuro. Pero fue y es capaz de
arder y de recrearse con su propio fuego. No se consume.
Una y mil
veces te volvería a nombrar para tenerte, para encender el día y la
noche de la fiesta, las palmas de tus manos en mis manos, tu máscara rota
en la mirada. Sin vos soy extranjera de mí.
Cortaste el
hilo. El endeble hilo de miel y de mortaja. Apenas me recuerdo en la hilandera
vestal.
Beberé de
otro vino. Está llegando. Viene al son de cascabeles y de cítaras.
Lilí Muñoz –Neuquén-Patagonia- Argentina
Luna de agua. 2011,
Editorial Fundación Tribu Salvaje 2a.edición ampliada.
Susurros de Ocaso
Forma Parte de la antología a Neruda
2011
Parecen querer abrazarse, ¿o quizá es que se separan ?...
No…
Ésos árboles que atrapan un atardecer de ensueños
se hablan entre susurros. Suenan canciones de nanas.
Versos de Pablo Neruda escondidos en las ramas
oteando en Isla Negra los crisoles de sus ansias,
de sus
recuerdos, historias, sus paseos, su fragancia.
Sí…
Recitan sus versos, cantan, quedamente, su añoranza
aspirando y suspirando con el viento que les mueve
por horizontes
profundos enredados en el alma.
Azules, naranjas, malvas…pinceladas de colores
en su ocaso y sus mañanas, dando cobijo y aliento
a los poetas que pasan y se sientan a su sombra,
como queriendo abrazarla. Sueñan como otros poetas
y sus mágicas palabras arropados en su cielo, en su aire
en sus estancias…sus caminos, sus veredas: la voz…
¡De Pablo!
Su casa.
Nieves Mª Merino Guerra-Las Palmas de
Gran Canaria – España
15 de abril de 2011
Daniel
Cuando
yo era chico, mis padres se mudaron a un lugar muy alejado de la ciudad donde
vivíamos. “- Problemas con el trabajo de tu padre-” dijo mamá cuando le
pregunté por qué nos íbamos. Con el tiempo me di cuenta que en realidad lo
habían echado del trabajo y un tío nos prestó esa casa para que no viviésemos
en la calle.
Recuerdo
que para llegar tuvimos que abrir una pequeña tranquera que a modo de
improvisada puerta, daba paso a un camino pardo y tosco, flanqueado por árboles
que yo no conocía. Cuando llegamos al final de ese camino nos encontramos con
una casita sencilla custodiada por un severo molino de hierro y zinc.
Nuestro
equipaje era lo suficientemente liviano para acomodarlo en dos o tres días, a
partir de los cuales, reorganizamos nuestras vidas: mi papá comenzó a labrar una
pequeña huerta y, con algunas gallinas que mamá cuidaba, podíamos ir tirando
hasta que volviese a conseguir otro trabajo.
Yo
ayudaba en lo que podía porque iba a la escuela muy de vez en cuando, pero a
pesar de tener muchas faltas, de alguna manera me las arreglaba para llevar el
cuaderno al día. Extrañaba muchísimo a mi antiguo barrio. Bueno, en realidad
extrañaba a mis amigos, porque con ellos jugaba todas las tardes al salir del
colegio. Aquí, lo único que podía hacer era salir a caminar por cualquier lado
para volver al rato más aburrido que nunca.
Las
pocas casas que había me parecían todas iguales: monótonas, chatas, blancas y
aburridas, con sus eternos quijotes de zinc y sus caminos de tierra que daban a
ninguna parte o terminaban en inquietos y repetidos pastizales. La única
diferente era un caserón abandonado de dos pisos y techos de pizarra que
parecían continuar en alguna nube. Según el ánimo con que se lo mirase, podía
tener uno, diez o mil años de antigüedad. Estaba casi a una cuadra de donde
vivíamos, pero por un accidente del terreno no siempre se lo podía ver. A pesar
de eso, me era fácil encontrarlo y entrar en él: escalaba el pequeño muro que
en su parte trasera daba a un patio y me metía en todas las piezas, después
subía una larga escalera caracol de madera y blanquísimo mármol, e iba sala por
sala jugando a que era un detective o un arqueólogo buscando un fabuloso tesoro
dentro de una gran pirámide, hasta que lentamente se iba haciendo la noche.
Durante
mucho tiempo hice eso hasta que una tarde, cuando la luna se mecía lentamente
entre los árboles, me pareció que por la calle de tierra venía un camión de
mudanzas derechito hacia la casona.
Salí
de ella y me quedé sentado junto a unos troncos que estaban enfrente. El camión
se detuvo y de él bajó una familia como la mía, junto con dos o tres personas
que ayudaron a descargar varios canastos de mudanza. Cuando se fue el camión,
lo último que vi fue un chico de
mi edad que cerraba lentamente la puerta.
¡Qué
bueno! – me dije- ¡Por fin voy a tener alguien para jugar!
Volví
corriendo a casa, y en la cena les conté a mis padres sobre los nuevos vecinos.
Al parecer les extrañó un poco la noticia porque me hicieron dos o tres
preguntas y luego cambiaron de tema.
Como
hacía mucho calor, apenas terminamos de comer salimos a pasear hasta la calle
por el caminito de la tranquera. Desde allí se podían ver las luces que ellos
habían encendido, además de oír los ruidos de unos muebles que iban corriéndose
de aquí para allá. Sin decir nada, papá y mamá entraron en casa y yo me quedé
mirando y escuchando un tiempo más, hasta que comencé a tener mucho sueño.
Cuando llegué a mi pieza, me tiré casi sin desvestirme sobre mi cama,.
Al
otro día, en vez de ir a la escuela fui a la casona. Sentado en el umbral estaba
aquel chico que había visto cerrar la puerta.
-
Hola, me llamo Daniel.
-
Yo soy Alejandro – me respondió mientras nos dábamos la mano.
-
¿De dónde venís?
-
Esta casona siempre es nuestra – me contestó sin separar sus ojos de los míos.
-
Yo vivo allá.
Y
señalándole la casa que mi tío nos había prestado, añadí como para entrar en
confianza:
-
A mi papá lo echaron del trabajo y tuvimos que mudarnos.
-
Si, claro. ¿Te gustaría jugar a algo?
-
¡Dale! ¿Tenés bolitas?
-
Siempre llevo algunas en el bolsillo, ¿empezamos?
Y
por primera vez me puse a jugar con él toda la tarde hasta que oí que me
llamaban para cenar.
-
¿Vas a estar mañana? – le dije como si fuera un ruego.
-
Estoy todos los días. ¿Venís acá o voy a tu casa?
-Venite
a casa; así de paso conocés a mis padres. ¿Tenés soldaditos?
-Si,
muchos.
-
Entonces traelos. Es el juego que más me gusta.
-
A mí también. A las cinco estoy, ¿te parece?
-
Dale... ¡A las cinco te espero!
Y
salí corriendo, feliz de haber encontrado después de tanto tiempo alguien para
jugar.
Mientras
cenábamos le dije a mis padres que mañana a la tarde vendría Alejandro, el niño
que vivía en la casona, a jugar a los soldaditos. Creo que les pareció bien, y
después de ayudar a mamá a levantar la mesa fui a mi pieza a buscar la caja
donde los tenía.
Elegí
los mejores, los puse en una bolsa con tanques y cañones y me dormí. Esa noche
soñé que dirigía una batalla alrededor de la casona; los soldaditos entraban y
salían de ella bajo un fuego cruzado de ametralladoras sin que ninguno
resultase herido o muerto.
La
mañana se me hizo larguísima, hasta que a las cinco de la tarde llegó Alejandro
con una bolsa de soldaditos muy parecida a la mía.
-
¡Mamá, papá... llegó Alejandro! – grité mientras corría a recibirlo.
Los
dos vinieron cuando estábamos a punto de empezar a jugar.
-
Éste es Alejandro, mi amigo.
Ambos
me miraron y mi papá, poniendo sus manos en mis hombros me dijo “Bueno Daniel,
que se diviertan mucho” Hablaron algo entre ellos y se fueron; mamá a casa y
papá a la huerta.
Jugamos
mucho rato y al igual que la vez anterior, apenas me llamaron a comer, juntamos
nuestra tropa. Antes de separarnos le dije:
-
¿Vas a estar mañana?
-
Estoy todos los días. Ahora te toca a vos venir a mi casa.
-
Bueno, ¿a las cinco de nuevo?
-
A las cinco.
Y
juntando sus soldaditos en la bolsa, se perdió entre la tierra, la noche, la
luna y los árboles.
Pasamos
muchos meses jugando en una y otra casa. A veces cambiábamos de juego pero
invariablemente volvíamos “a los soldaditos”. Lo que más me extrañaba de
Alejandro era que llamaba a cada soldadito por su nombre. Cada uno de ellos
tenía uno distinto y además, una historia de vida distinta. Cuando le
preguntaba por éste o aquel guerrero, me respondía como si se tratara de una
persona real, de alguien que estaba vivo. Yo aceptaba eso y mucho más de
Alejandro porque era mi único amigo; porque nos queríamos y, al igual que yo,
parecíamos no tener casi nadie en el mundo.
Al
poco tiempo yo empecé a hacer lo mismo, porque Alejandro tenía la sencilla
virtud de contagiar a cualquiera de las cosas que él hacía.
Cierto
día de verano el juego se prolongó más de lo habitual y como nadie nos llamaba,
dejamos los soldaditos como estaban y nos acostamos en el suelo mirando el
cielo hasta intoxicarnos de estrellas. El molino, mudo hasta ese momento,
comenzó a girar rítmicamente como si recitase las estrofas de una poesía
conocida.
Poco
a poco, una pálida y terrible luna que estaba sobre la casona comenzó a subir
al cielo como queriendo mirarnos.
-
¿Cuántos años tenés? – me preguntó sin dejar de mirar al cielo.
-
Mañana cumplo trece, ¿y vos?
-
Yo también.
-¿En
serio? ¡Eso sí es una casualidad!
-
Te estás volviendo grande... – y agregó- ¿Sabías que las estrellas y los
ángeles nunca envejecen?...
-
¿Ni los soldaditos? – contesté señalándole nuestro juego.
-
Tampoco... – dijo seriamente como para sí.
Luego
de estar callados un buen rato, quité la vista del cielo para mirarlo y le
dije:
-
¿Vas a venir a mi cumple?... bueno, al nuestro...
Alejandro
siguió mirando el cielo donde poco a poco iban desapareciendo las estrellas.
-
No, tengo que estar con los míos; pero hacé de cuenta de que estoy con vos y yo haré lo mismo – y dándose vuelta
hacia mí terminó de decirme con una sonrisa- Es tarde, y me tengo que ir;
además están por llamarte tus padres...
Se
levantó rápidamente y apenas terminó de juntar sus soldaditos, oí la voz de
mamá llamándome a cenar. Lo vi alejarse corriendo como si un inmenso lobo
blanco lo persiguiese para devorarlo.
El
día siguiente a nuestro cumpleaños fui hacia la casona a buscarlo para ver qué
hacíamos. Llamé muchas veces pero no respondió nadie. Ahora el edificio parecía
tener mil años y a estar tan solitario como cuando lo conocí por primera vez.
Miré
por entre la cerradura y las ventanas. Estaba completamente vacío. Entonces
comencé a sentirme triste y enojado al mismo tiempo porque no podía entender
por qué Alejandro se fue sin despedirse de mí; él era mi único amigo; nos
queríamos y, al igual que yo, no teníamos después de tanto tiempo casi a nadie
en el mundo.
Desde
aquel día, no volví a verlo ni a escalar el pequeño muro de la parte trasera de
aquella casona para ver qué había adentro. Mi papá volvió a conseguir trabajo y
volvimos a la ciudad. donde rápidamente fui creciendo hasta que, al igual que
mi padre, me casé y tuvimos un
único varoncito.
Al
poco tiempo heredé la casa donde pasé aquella parte de mi niñez y, llevado por
cierta nostalgia, decidí restaurarla y remodelarla para luego mudarme con mi
familia.
Cierta
tarde de verano, cuando la luna amenazaba asomar desde la antigua casona, mi
hijo vino corriendo a contarme que se había hecho amigo de un chico de su edad
que vivía en ella.
Puse
mis manos sobre sus hombros y le dije:
- Tu nuevo amigo se llama
Alejandro, ¿verdad?
Y
mirándome con sus ojos llenos de tiempo, me contestó en un susurro:
-
Sí... Alejandro... ¿Cómo lo supiste, papá?
No
le dije nada. Sólo le sonreí.
Lo
vi correr hacia la cocina mientras la luna se mecía lentamente entre los
árboles y el molino, mudo hasta ese momento, comenzó a girar rítmicamente como
si recitase las estrofas de una poesía conocida
Por Ezequiel Feito-Buenos Aires -Argentina
ESCRIBO
Porqué
escribo?... para la Amistad.
Para
mis pensamientos… para mis recuerdos
por
los duendes de la infancia libre
para
desconocer imposibles.
Escribo
porque el lápiz me transporta
por
lugares mágicos.
Guarda
mi voz para cuándo no tenga memoria.
Escribo
porque me leo y me respondo
porque
el papel recoge mis palabras y les pone alas
abriendo
caminos a recorrer sin atavíos
desde
la copa del jacarandá
o
juntando aromitos sin tocar las espinas.
A
veces girando en tempestades hacia los ríos
para
que me escriban en sus riberas
llevando
mi voz hasta las corrientes marinas.
Escribo
la libertad y los sueños,
y
escribo para ti, amigo
que
conoces mi alma.
Nelda
Lugrin-Concordia-Entre Ríos-Argentina
LA MÚSICA
Nadie
supo qué artefacto era ese. Una noche apareció sobre la mesa del club y
mientras íbamos llegando lo mirábamos de un lado y otro sin comprender.
Descansaba sobre la funda abierta, como una criatura abandonada con su
descolorida sábana verde. Uno a uno dábamos la vuelta para apreciarlo, hasta
que el más osado se atrevió a pulsar una de las cuerdas y ahí se produjo el
primer indicio de milagro: no era guitarra, ni armónica, ni flauta. Era un poco
de todo eso con algo de percusión. La nota quedó temblando en el aire frío,
atravesó las volutas de humo azul y agitó las telarañas. El cantinero dijo que
los vasos habían vibrado a sus espaldas. Pero lo miramos con la misma
desconfianza que siempre le tuvimos para el café recién hecho, la estufa
apagada y otros asuntos de limpieza que es mejor no recordar ni vienen al caso.
El artefacto desagradaba a la vista pero
sonaba como los dioses. El mismo de antes sopló por una boquilla que asomaba de
una bolsa panzona y blanda. Las doce cuerdas, por resonancia, acompañaron con
un acorde extraño un aire dulce y prolongado que parecía salir de los
despeñaderos de una montaña.
-Es una gaita –sentenció un gallego de luto
desde su rincón condenado, adquiriendo un protagonismo instantáneo que siempre
le negábamos para evitar que nos diera la lata-. Una gaita como las de mi
pueblo... ¡Empuja, aprieta y verás que suena a fiesta!
El audaz volvió a soplar por la boquilla pero
no se oyó nada. El gallego le indicó con la mano callosa que apretara la bolsa
y ahí sí: otra vez un susurro de piedra y valle que enamoró el río de las
cuerdas hermanadas en esa brisa larga, misteriosa, llena de palabras que casi
podían entenderse.
A esa altura habíamos rodeado la mesa,
inclinados todos sobre el prodigio con la curiosidad de los no iniciados y la
reverencia de los adoradores de lo desconocido. El intrépido, en quien habíamos
delegado la facultad de experimentar, esta vez golpeó la caja de madera. Dos,
tres veces. Se oyó el andar de una caravana, rítmico, mientras las voces
combinadas de cuerdas y gaita daban a los pasos descalzos cadencia de destino,
abrían un sendero entre colinas de arena reseca y se asomaban, esperanzadas, en
un horizonte que atravesaba las paredes de la cantina, se extendía como un
perfume violento por el barrio embellecido y se apagaba de pronto en cada gesto
asombrado sobre la mesa.
Es imposible explicar lo que pasó después.
Varias manos, entre ellas las mías,
se animaron al mismo tiempo. Empujamos, rasgamos. Soplaba el intrépido y
apretaba el gallego que ya lagrimeaba y cantaba una letanía que siempre nos
molestó. Pero no esa noche. Desde todos los rincones empezaron a sumarse las
gargantas. Roncas unas por el tabaco y el alcohol, profundas otras por el
cansancio del día, juveniles las nuestras, entusiasmadas en un coro imprevisto
y deshilvanado, que el artefacto concentraba en su vórtice y nos devolvía en
concierto, integrando la travesura a su naturaleza extraña de orquesta y
solista. El cantinero hacía tintinear los vasos que sonaron con destellos de
una luz tan límpida como no habían tenido ni volverían a alcanzar jamás. Era fresco
el olor del café, cálida esa hora vacía del invierno, unidas las voces que
hasta hace un rato disputaban centavos. Se enlazaban en las cuerdas, golpeaban
la madera con la sangre encendida de instantes de lucha inútil. Eran voces de
acero traídas de la distancia, más allá del mar, de un tiempo desconocido que
ni siquiera habíamos vivido, de una bodega hacinada, de una oscuridad
incomprendida. Soplaban, reían, marchaban al ritmo acelerado de un corazón de
árbol que pisoteaba la arena liberada del cemento. Voces levantadas sobre la
nube azul del techo enmarañado, en notas tan maravillosas como para extasiar
los velos palaciegos que habían sido telarañas.
Eso fue, nada más. Sólo recuerdo que un hombre
insignificante, ni joven ni viejo, cerró la puerta del baño, se acercó
acomodándose los pantalones y apagó el artefacto. Lo sepultó en su funda de
lona verdosa y dijo, entre amable y molesto:
-Es mío. Me lo llevo.
El cantinero, por hábito, repasó los vidrios.
El gallego se fue a su soledad, cabizbajo. A la misma mesa trajimos las mismas
cartas. En otra armaron su juego pero una mujer desgreñada se llevó al marido a
los empujones y lo malogró. Hacía frío. Era media semana y casi fin de mes. Nos
fuimos bastante temprano.
Por
Jorge Dágata –Balcarce-Argentina
LATIDOS
Si es por una cuestión de calendario, me atrevo a afirmar
que fue aquel un amor de otoño, o al menos, de la segunda mitad de la vida.
Ambos venían de un largo camino recorrido: matrimonios anteriores, hijos
varios, viudez. Fue un amor intenso, difícil y diría enfermo: celos,
incomprensión, negación al diálogo y mucho más.
Para compensar, por aquello de que la vida es una palada de
cal y otra de arena, muy apasionado, a veces.
En esos avatares pasaron diez años. No abundaba la ternura,
por aquello de: -En público no se hacen demostraciones de cariño. Eso es
kitsch.
Con tantas normas impuestas por él, resultó que a la larga,
en privado tampoco se intercambiaban pequeñas caricias. Sí había sobrevivido un
enigmático gesto de cariño: antes de dormir, él pedía que ella pusiera una mano
sobre su pecho. Con este acto maternal, conciliaba el sueño.
Por aquellos misterios de la mente y el corazón,
inexplicables como la misma naturaleza humana, él, que no podía consigo mismo,
comenzó a pedirle a su amada que se fuera de su vida: - Te quiero- decía- pero
prefiero estar solo.
¿Cuántas veces se puede hacer oídos
sordos a tan hiriente propuesta?
Cansada de sus manipulaciones, ella
partió. Lejos, muy lejos. Con el corazón estrujado y triste, mas el amor
propio, intacto.
La voluntad no basta para matar los sentimientos. A la hora
del descanso, lejos de aquellas tareas que se imponen para olvidar, llegaba el
deseo de vagar por la piel amada y conocida. Mas, descubrió una manera tal vez
pueril para conciliar el sueño: ponía a su lado una almohada y apoyaba su mano
como infinitas noches lo hiciera. ¡Qué extraordinario! Ni bien cerraba los
párpados podía sentir latidos en su mano tibia. Igual que cuando estaban
juntos. Así dormía.
Nadie pudo conocer las causas de su regreso. Guardaba
silencio o respondía con evasivas ante las preguntas indiscretas. Esperaba un
milagro. Leía poesía y descubrió que Borges había descrito con precisión lo que
ella sentía:
¿En que hondonada
esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol temible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu
ausencia me rodea
como
la cuerda a la garganta,
el
mar al que se hunde.
Pasaron meses que se hicieron años, hasta que un día y luego
otro, dejó de pensar en él. Finalmente, descubrió que no era merecedor de su
recuerdo.
Una noche, decidió que ya no pondría su mano sobre la
almohada.
Con enojo la lanzó por los aires y
se durmió.
Allá lejos, esa madrugada, un
corazón dejó de latir.
Ana Unhold-La Plata- Buenos Aires
-Argentina
Parte de guerra
Este amanecer sin respirarte
ahogándome en tu ausencia
sin quererlo
en esta lenta muerte
que me muerde
las puntas de los pies
y aún así
amanece
con un grito arrancado a los sueños
porque de nuevo
huiste
antes de abrir los ojos
y solo quiero advertirte
que la vida
castiga con la muerte
al que abandona el arma
regresa, yo te cubro
que aún me quedan balas
y vendas
y una herida
que escuece si respiro
y hay un ejército
de almas descarriadas
como nosotros
durmiendo en la trinchera
y una colina nueva
que antes del ocaso
debemos conquistar
y llegará mañana,
un nuevo amanecer junto a tu ausencia,
un metro más
de vida conquistada
un día más
robado a esta guerra.
Mayte
Sánchez Sempere- Madrid- España
LA TEMPESTAD
Deseo estar viva aunque mi amor muera.
Hacer sonar una guitarra en la calma del mar; fertilizando con
lágrimas y suspiros la losa mortuoria, para ver renacer nuevos sentimientos.
Mis deseos, semejantes a una camelia en flor, con sus pétalos
unidos,
representan la indecisión, y sola frente a mí, observo el
interior de mis sentidos.
Triunfa la libertad sin las cadenas de un amor pasado;
deambula mi espíritu errante, en busca de otro amor más
sosegado.
Las olas me acarician levemente, quisiera por el mar ser
poseída;
a él sólo he de entregarme, para engendrar mi nueva vida.
Esperando su agitación y fuerza que estremezcan mis entrañas;
arrancando el jadeo de mi éxtasis, navegando en el fondo de sus
aguas,
trastornando mis sentidos con pasión inagotable.
Sin timidez ni pudores, colmando sus ansias insaciables.
Serán testigos de este amor con su tempestad y su calma,
El atardecer del crepúsculo y la quietud de mi alma.
Marga Utiel.-Badajoz- España
Mi mundo
Lugar...
espacio.
Pequeño mundo
cobijo de sueños.
Manantial de anhelos
involucrados en las paredes.
Medidas ínfimasucía Giaquinto
Pequeño mundo
cobijo de sueños.
Manantial de anhelos
involucrados en las paredes.
Medidas ínfimasucía Giaquinto
Habitaciones
sin árboles,
sin atardeceres rojos,
sin silbos mañaneros.
Sin mármoles
sin árboles,
sin atardeceres rojos,
sin silbos mañaneros.
Sin mármoles
Sentido de
comarca.
Reinado de torres
enigmáticas
adornan este pedazo
de silencio
¡Sin llantos...!
Contornos necesarios
Reinado de torres
enigmáticas
adornan este pedazo
de silencio
¡Sin llantos...!
Contornos necesarios
Prado de
tapices
plásticos.
Horizontes ocultos
por edificios...
Monstruos instalados
plásticos.
Horizontes ocultos
por edificios...
Monstruos instalados
Confinamiento
de astros.
Invento de luces.
Refugio claro
de astros.
Invento de luces.
Refugio claro
Cuna de luna
recortada
en el hueco tibio
del vaivén,
mezo suavemente
la esperanza
de verte...
Alguna vez
en el hueco tibio
del vaivén,
mezo suavemente
la esperanza
de verte...
Alguna vez
Lucia Giaquinto-Victoria- Entre
Ríos-Argentina
Como una
gaviota
Soy un testigo del cielo,
¡El viento sopla tan fuerte!
Tengo un destino muy corto,
¿Puede ser primavera?
Estación que elijo: “La Muerte”
Diviso lejanos lazos,
me ahuyento del continente.
La hiedra trepa a mis brazos,
¿Dónde encuentro a la aurora?
Error del tiempo: “Turbio como nieve”.
El tiempo no encuentro,
me aleja el pasado.
Mensajera de ensueños,
altanera de a ratos.
Mis sombras retumban,
mi “yo” no las sigue.
El sol ya no existe,
la luna está triste.
El peso del aire,
abruma mis huesos
Mi alma está intacta,
las horas de ascenso.
Sobre un recodo de serpientes,
saboreé el gusto del pecado.
Y donde el seno del injurio
rompí la rosa en puro llanto.
El cielo ya está verde,
puede ser primavera.
La noche encuentra su fin,
la aurora su existencia.
Las hojas se dejan pisar,
las huellas quieren ser sombra.
No duele el suspiro,
ni pesan las horas.
Mi vida está en orden,
vuelvo a ser gaviota.
Eva Wendel _Rosario-
Santa Fe- Argentina
“El crimen”
Todo estaba allí, aún en la pequeñez, en sus ojos malformados, en la
piel color indescifrable, en sus músculos débiles y en su corazón poco
oxigenado.
Había llegado a ese
lugar días atrás; imposible saber si había sido decisión del azar o producto de
alguna absurda divinidad. Inclusive hasta el refugio le había sido dado; él no
preguntó, sólo se sometió a quedarse allí, en un silencio profundo. El
escondite era una cueva oscura y para él, inhóspita; un río ocre la rodeaba. Comía lo que lo que
tenía a su alcance, y sólo a cuenta gotas. Los primeros días, dormía la mayor parte del tiempo, y en
sus ratos de lucidez la soledad lo hostigaba. No distinguía entre el día y la
noche; el límite entre la vigilia
y el sueño era frágil, casi imperceptible; abismo dentro de más abismo.
En las primeras jornadas recorrió el espacio que lo cercaba, se
interiorizó con los materiales de su guarida. Tocó el líquido color oro que la penetraba y recién pasados
algunos meses, comenzó con la planificación
de su obra: el asesinato de la mujer.
La organización del plan tuvo varias etapas: en primer lugar,
imaginó el día, la hora, el momento justo para atacar. El
atardecer sería perfecto, ya que algunos dicen que el color del sol aumenta el
deseo de muerte. Luego, interiormente, calculó el modo de realizarlo.
Debía ser una muerte lenta,
auténtica, sin armas ni veneno; dolorosa, capaz de desprender el alma en
segundos. Se figuró la imagen, sintió el dolor en sus propias entrañas, la
sangre presionando sus músculos.
Los ruidos del exterior comenzaron a ser cada vez más cercanos, la
extrañeza del sonido era, para él, un peligro que, a pesar de resultarle
desconocido, lo asustaba y lo perturbaba. En sueños, sintió máquinas que lo
apretaban contra la pared de la cueva. El afuera empezaba a estar adentro.
Pasaron los días, las
semanas, los meses y la incomodidad de su cuerpo en el lugar era no sólo un problema físico sino que la
imposibilidad de moverse libremente le producía asfixia. El río había crecido
e inundaba la cueva. Desde ese
momento, supo que se había iniciado la cuenta regresiva. Comenzaba la espera
para realizar su crimen; su cuerpo empezó a vibrar, sus músculos tomaron
fuerza, su corazón no dejaba de
latir a gran velocidad, su mirada era siniestra.
El tiempo que faltaba para cometer aquel asesinato, el cual no tenía un móvil certero, era
apenas una conjetura porque él aún no había nacido.
Gracias por publicar Ariadna, minicuento o mini prosa poética, no sé. Mi saludo a las poetas y amigas Diana Bravi, Lucía Giaquinto y Ana Unhold.
ResponderEliminarToda la energía y un gran abrazo fraterno para la revista literaria Espacio del poeta.
Lilí Muñoz - Ciudad de Neuquén - Patagonia - Argentina