jueves, 4 de noviembre de 2010

Revista nº 0 de Espacio Del Poeta




                                                                     Parque del Retiro - Madrid





                            Ahora que tengo que olvidarte

Me acuclillo en las  raíces secas
del ombú de la placita.
Las ramas  suben,  protestan,
                                   y yo  ahora,
cuando el olvido llega
no quiero seguirlas a lo alto
amanezco hacia abajo, hacia mí misma.
Ahora yo debo
                                    olvidarte
Olvidarte del sur de las mañanas
Del latir del locutorio frío,
                          del pulso húmedo
de mi sudor  atado a tu destino.
Ojala llueva tanto
desde las raíces…
y  el olvido fiel  encauce
                            al borde de mi cama.
Ahora que tengo que olvidarte
                                      Ahora 
                                                                                                 Diana Bravi
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                                          ¿Qué te pasa hoy?





  ¡Te siento  triste!
Extraños presagios inundan mi mente.
 Solo  me calma la espera,   
andar el camino,                  rogando
que esos momentos los diluya el tiempo.
                   Que mi paz te cure,
                             que mí amor te llene de nuevos anhelos  
       Quiero escucharte decir ese
            ¡T e   q u i e r o!
       Que sale del alma, en lugar de silencios.
Sentir la pasión disparada,
          sin pretextos                  tan solo 
     mujer amante y amada.
                 El camino,
                   el hoy,
   el ahora, tiene momentos  tan tristes,
  que hasta el mínimo instante resulta doliente
                 Ese instante,
   ese efímero momento que debía ser de gozo, 
               queda oculto,
 rodeado, inmerso en la sombra,
          entre besos y lloros
¿Qué te pasa hoy? ¿Le amaste tanto?

Rafael Serrano Ruiz
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                                        ANTES QUE  RÍO ...



Sentirme endeble,

aceptarme


Es el olor de la rosa

y no el manual que indique su origen, su nombre, su forma




Sentirme triste,

aceptarme


Es el cangrejo que escribe, CADA noche, sus versos

sabiendo que el mar AL ALBA sube, que la ola rompe, que la arena es permeable




Sentirme aire,

aceptarme


Es el canto del primer pájaro del día

y no la noche oscura, las pesadillas, los pensantes




Sentirme ausente,

aceptarme


Es el silencio y la noche,

la llama de una vela, el armario vacío, la conexión con el silencio eternizante


Sentirme enigma,

aceptarme


Es el secreto doliente QUE HACE TANTA BULLA, que desafía, que desarticula

y que no es poetizable si no más bien inenarrable




Sentirme dos,

aceptarme


Es el abrazo a la contradicción,

y no la frenética manía del maniqueísmo oxidante




Sentirme río,

TRANSFORMARME.







                                                                                                           Eva Wendel
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El dilema de cómo hacer para volver

           
             Había llegado a aquel viejo poblado una tarde de abril. Estaba de paso por ese sitio, sólo por una noche. El carruaje que me llevaba de vuelta hacia Rosario había roto una de sus ruedas y debía esperar a que la reparen. Era un pueblo pequeño, un lugar de esos donde uno nunca piensa que puede llegar a encontrar algo interesante.
            Me hospedaba en el único hotel que había. Una construcción con una arquitectura muy clásica, un poco abandonada. Sus pasillos eran tenebrosos y todo estaba bastante recubierto con tierra, como si hiciera siglos que no se limpiara. Pude darme cuenta que no pasaba mucha gente por allí, ya que cuando ingresé al viejo edificio la gente que trabaja ahí se puso toda a mi disposición. Me dieron la mejor habitación, una que tenía una gran ventana que permitía ver toda la pequeña ciudad. Esa noche me acosté temprano, estaba muy cansado y cuando llegara a mi destino sabía que no iba a estar tranquilo por mucho tiempo.
            Al principio no podía conciliar el sueño. Era todo tan precario que no quería estar allí. De repente, cuando por fin pude empezar a dormitar, empecé a escuchar un piano a lo lejos que tocaba una triste melodía. Las notas desprendidas de su caja llegaban marchando con sus últimas fuerzas hasta mi habitación. Era una música hiriente, transportaba tanto dolor en sus compases que era inevitable conmoverse.
            Por más que intenté dormirme, sin darle importancia al melancólico sonido, no pude. Tuve que sentarme en la cama porque mis ojos habían comenzado a llorar solos. Una angustia tan grande me había invadido que no me quedó otra alternativa que abrir la inmensa ventana para que circule un poco el aire y a la vez intentar descubrir de donde venía aquella catarsis en re menor. Divisé a lo lejos el lugar: era una pequeña casa humilde.
            En realidad mi deseo era que saliera el sol, así podía irme de ese sitio lo mas rápido posible. Ya lo dice la famosa frase “En el polvo no hay oportunidad”; y es tal cual, esa gente nunca iba salir de la caverna. Como no podía descansar escuchando las notas de aquel triste pentagrama, no tardé mucho en vestirme y salir de allí rumbo al viejo y misterioso rancho musical.
            Al principio me dio un poco de miedo ir a esas horas de la noche a caminar por ahí, pero mi curiosidad era más grande. Mientras más me acercaba a la casucha, la melodía se escuchaba mejor y más potente en su sonar. Tengo que admitir que tardé bastante, mi pánico era indisimulable. Cuando me encontré frente a la puerta de la mugrosa y pobre vivienda, ya estaba inundado en llanto, la tristeza había invadido hasta el último rincón de mi alma y la angustia se hamacaba en mi cordura: me había deshecho. Toqué la puerta con apenas una pocas fuerzas y en cuanto el “toc-toc” fue percibido por el pianista se interrumpió su concierto nocturno y la música dejó de sonar. A los pocos minutos la tabla vieja y despintaba que tenía como puerta se abrió, y un señor muy viejo se asomó por detrás de ella. Estaba decrépito. Tenía una altura y una delgadez considerables y hasta extremas, y un rostro completamente arrugado. Sus arrugas eran tan marcadas y profundas que su cara parecía un mapa. A la vez, un olor a tabaco rancio y embotado irrumpió en mi nariz de una manera tan violenta que comencé a toser sin parar, mientras que al mismo tiempo lloraba sin consuelo, conmovido por su quehacer musical.
            El viejo me vio así, quebrado emocionalmente, y me hizo pasar sin preguntarme nada. Tardé un poco en reintegrarme de aquel estado deplorable que presentaba y luego si me rompió ese silencio tan misterioso que reinaba en la sala.

-¿Quién es usted y que hace por aquí?- dijo con un hilo de voz, muy afónico.

-Yo no soy de aquí- respondí muy asustado, intentando disimular- Estoy de paso, me voy en una horas… y su música no me permitió descansar. Así que por eso vine a verlo.

-¿Y que es lo que quiere? ¿Que deje de tocar?- me retrucó el anciano.

-Por supuesto que sí- respondí irritado- Y además de todo eso, su música me angustia muchísimo… no puedo dejar de llorar cuando la oigo- le reproché enseguida.

-Es que no es precisamente música… es otra cosa ¿Ves algún piano en este lugar?

            En ese momento un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, desde la cabeza hasta la punta de mis pies, al no ver ningún instrumento allí, ni nada parecido. Enseguida lo miré al hombre a los ojos y este no perdía su calma. Por un momento creí que estaba frente un loco, un psicótico… estaba muy confundido.

-¿Y qué era ese sonido que escuchaba?- pregunté alterado, muy nervioso- No entiendo…

            Y el viejo se quedó callado. Caminó hasta un roñoso aparador que yacía en un rincón y encendió un pipa carboniza de tanto largar humo, se sentó en un destrozado sillón de cuero al que le colgaban los pedazos y me contó aquel curioso secreto. En su juventud él se enamoró de una hermosa mujer en la ciudad, una belleza sin igual que lo hizo feliz desde el primer momento que la vio. Se casaron y se fueron de la gran jungla de cemento que, según él, consumía lo mejor de la gente sin dejarle ni paz, ni amor, ni nada. La ambición reinaba por sobre todas las cosas. Y así, llegaron a ese pueblo cuando apenas era un pequeño asentamiento y desde aquel día vivía ahí. Pasaron unos pocos años felices hasta que ella se enfermó muy grave, algo fulminante, que se la llevó en cuestión de semanas. La tristeza fue gigante el día de su muerte, tan grande que para llevársela tuvo que hacerse presente uno de los mismísimos arcángeles, y presenciando semejante escena le concedió la posibilidad de que ella pueda volver en forma de melodía todas las noches hasta que por fin sea su hora se partir y entonces así estar juntos nuevamente. Y esa música que vuela por todo el pueblo es ella, haciendo llorar a todos, velando ese amor que se resiste a morir con el paso del tiempo.
            Así, nos quedamos charlando con el añejado hombre hasta que el sol se paró por fin sobre el cielo. Me despedí, entonces, prometiendo volver a visitarlo y sabiendo que jamás lo volvería a ver. Salí rápido de la casucha rumbo al hotel para buscar mis cosas y retomar mi viaje de una vez por todas.
            Unos años después quise volver al humilde pueblo con mi mujer, para mostrarle lo que me había pasado aquella vez, pero por más que lo busqué no pude encontrarlo. Jamás existió un poblado allí, me dijeron. Y todo volvía a empezar “¿Viste alguna casa por aquí?” me preguntó ella, al ver una planicie de tierra vacía. Y el escalofrío me recorría nuevamente todo el cuerpo, de la cabeza hasta los pies ¿Estaba, tal vez, frente a una loca, una psicótica?

Fernando García

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                            Sin Voluntad

Me piden que te olvide, y no comprenden
que no es mi voluntad, la que te quiere,
ni el querer el sentido que me hiere
ni un capricho fugaz el que me enciende.

Que no sé, qué sentir, es el que prende
en mis venas el fuego de una hoguera
y hace que con mil vidas yo te quiera
sin sentir la vergüenza que me ofende.

Te quiero sin querer, y esa es mi suerte,
y es tal en mí, tu amor que no pudieran
Con él, ni la vergüenza, ni la muerte

María de la Cruz Serrano
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